Adiós mamá. Se cierra
la puerta y el pasillo se extiende. No son horas de salir disparada por los
aires, estás recién cosida de por dentro. Si fuerzas los movimientos, puede
romperse algo. Puede llenarse de sangre, escandalosa, las bragas y el suelo.
Adiós mamá. Me voy a escurrir por la pared, si soy más agua
que materia sólida, voy a buscar el suelo, pues no son horas de salir disparada
por los aires. Pasan los segundos, pasan varios grados de luz y de sombras al
otro lado de la ventana y las rejas.
Desde aquí bajo, mamá, adiós, todo es inconmensurable. Se me
agotan las palabras, voy tan escasa siempre de verbos. Pero desde el suelo,
desde esta bajeza, desde la herida íntima, que no veo, que sólo puedo intuir,
puedo dejarme vencer. Ese un lujo, dejarse ver en plenitud las fracturas,
decirse las carencias.
Mamá, me estoy diciendo sola las carencias, mientras me tumbo
en el suelo y dejo que pase el polvo y la luz se disipe. Ocho de la tarde,
verano, la tierra, la agonía de la tierra, yo desmembrada por dentro, recosida.
En realidad tengo pocos años, apenas llego a la decena. Todo
lo demás es una arquitectura industrial que alguien inventó sin saber qué
hacía. Lo sé. Yo jugaba en un sótano que se había inundado, donde olía como
huelen los sótanos en que el agua ha estado contenida. Así olía el baúl de
disfraces. Así olían mis muñecas y sus vestidos. Hoy, en este repositorio de silencios, madre, me dejo caer en la madera del suelo y soy la misma,
madre, soy la misma, de hace veintidós años. Madre, es todo tan
inconmensurable, madre, me siento tan la misma, pero tan hecha a los trozos.
Tan hecha a los trozos, mamá.